No huyas by Sandrone Dazieri

No huyas by Sandrone Dazieri

autor:Sandrone Dazieri [Dazieri, Sandrone]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2022-10-11T00:00:00+00:00


33

Del otro lado de la puerta camuflada en el spa, el de Oreste era un reino de herrumbre y de polvo. Después del cuchitril transformado en quirófano, se abría una gran sala llena de lavadoras oxidadas y secadoras con temporizador de los años ochenta. Oreste encendió las tiras de led que había clavado en el techo, haciendo que aparecieran festones de moscas muertas colgando de las telarañas, chinches verdes inmóviles en la pared, cucarachas agonizando en el suelo. De vez en cuando limpiaba, pero era imposible y básicamente inútil. Se quedaba en ese lugar solo unos días al año, y bastaba con pulverizar insecticida una vez para eliminar las principales molestias.

Las luces funcionaban conectadas a un acumulador de iones de litio, del tamaño de una maleta, que se cargaba con un panel solar oculto entre los árboles y camuflado con una red verde. Era un pequeño reino autónomo e invisible, un reino del que solo él era consciente, escondido en un pliegue del mundo.

Al contrario de lo que Amala pensaba, no había cámaras de seguridad en esa prisión. El consumo de energía habría sido demasiado elevado. Por eso había hecho agujeros por todas partes. Camuflados entre las letras de los carteles o en las caras de los modelos desvaídos en las paredes, los agujeros rodeaban toda la zona donde Amala estaba confinada, abriéndose al otro lado en pequeños armarios parecidos a las primeras cámaras fotográficas, con un paño negro para evitar la luz cuando los abría. Levantó uno para mirar: Amala estaba sobre el colchón, masajeándose el hombro.

Oreste había confiado en que no habría complicaciones; en cambio, a pesar de la elección del mejor acero quirúrgico y de los tornillos de titanio, la herida se había infectado. Faltaba poco, de no ser así habría intentado otra intervención, pero ya no tenía sentido. La chica se mantendría lo suficientemente sana para su propósito.

Oreste bajó la cortinilla. Como cada vez que tenía que abandonar el refugio, temía que pudiera ocurrir algo durante su ausencia. Pero la noticia de la radio había sido como una descarga eléctrica. La mantenía encendida toda la noche, muy baja, y su susurro penetraba en el sueño solo si había algo que pudiera interesarle. Y lo hubo. Tenía que salir. Tenía que ir a verlo con sus propios ojos.

Se puso una cazadora, luego salió y se subió a su Apecar 150, escondida entre los árboles. No podía ir por la autopista con ese vehículo, pero era fiable y en esa zona se mezclaba con otros miles de diversas cilindradas y colores. Oreste no tenía otro medio de transporte. Si lo necesitaba para algo especial, lo alquilaba.

Tardó una hora en llegar al viejo cementerio. Delante estaba aparcado un coche patrulla de la policía, y Oreste continuó hasta el bosquecillo que quedaba cerca, donde sacó de debajo del asiento los prismáticos de caza para mirar a través de la verja. Aunque no era capaz de distinguir exactamente el lugar donde había dejado la furgoneta, se podía ver que era allí donde se había producido el incendio que ennegrecía la pared del recinto.



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